Análisis doctrinario
DOCTRINA POLÍTICA DE JUAN XXIII
Mario Meneghini
Para desarrollar el tema asignado en este panel[1], nos atendremos, especialmente, a la Encíclica Pacem in Terris, procurando resumir y comentar la bibliografía consultada.
1. Se ha señalado que, a partir del Concilio Vaticano II se produjo un cambio en la doctrina política de la Iglesia. Si ello se interpreta como una modificación esencial de lo sostenido anteriormente, consideramos que no ha ocurrido nada de eso. Lo que ha existido, sí, es un perfeccionamiento y desarrollo de los principios, puesto que la Doctrina Social de la Iglesia se nutre de dos fuentes: la Revelación y la naturaleza humana, y se sirve de los aportes cognoscitivos de las ciencias humanas. La doctrina social se caracteriza por la continuidad y por la renovación.[2] Los principios se aplican a circunstancias concretas, aunque no se fundan en la situación, sino que se proyectan sobre ella. Sin cambiar su esencia, el principio puede ser formulado con mayor precisión o enunciado de otra manera. La doctrina política pontificia, si bien tiene un basamento universal, es formulada para ser útil en la realidad temporal. Por eso, podemos visualizar un enfoque determinado en cada pontífice, en razón de su personalidad y también de los problemas típicos del momento respectivo. La doctrina, entonces, se mantiene idéntica en su inspiración de fondo, y, al mismo tiempo, evaluando las circunstancias históricas, manifiesta una capacidad de renovación continua[3].
La Iglesia permanece en sus fundamentos, pero vive en el tiempo; por eso, se sitúa entre la estratificación doctrinal y el libre examen. El cardenal Newman distingue entre los principios y las doctrinas. Los principios son inmutables, pero generales; las doctrinas contienen la especificación de los principios y la adaptación de éstos a las circunstancias. De esa manera, la doctrina no es pura verdad especulativa, sino que logra influenciar las conductas, pues contribuye a interpretar la realidad y orientarla positivamente. De ninguna manera puede confundirse esta actualización doctrinal con cambios de criterio o subordinación a la opinión prevaleciente en un momento.
2. Desmintiendo la aludida ruptura con la tradición eclesial; de un total de 73 citas que contiene el texto de la Pacem in Terris, se refieren 7 de ellas a Pío XI, 9 a León XIII, y 32 a Pío XII. Esta encíclica sistematiza aspectos de la filosofía política católica que estaban dispersos en otros documentos, desarrollando algunos de ellos. En realidad, desde León XIII la Iglesia no había actualizado su enseñanza en este campo. A partir de esta encíclica, los documentos sociales incluyen entre sus destinatarios a todos los hombres de buena voluntad; Juan XXIII explicó en una alocución el motivo: siendo la paz un bien que interesa a todos, hemos querido abrir nuestro espíritu. La encíclica está estructurada en cinco áreas, a modo de círculos concéntricos: la persona y sus derechos, las relaciones de aquella con el poder público, las relaciones entre Estados, y finaliza con recomendaciones sobre los católicos en la vida pública.
3. Afirma como fundamento de la convivencia, un principio cristiano tradicional, la dignidad de la persona humana, como naturaleza dotada de inteligencia y voluntad libre. Sostiene el Papa en esta encíclica que enuncia principios doctrinales que pueden ser conocidos por todos los hombres en cuanto se basan en la naturaleza misma de las cosas y están al alcance incluso de aquellos que no están iluminados por la fe, pero poseen la luz de la razón y la rectitud moral.
4. Juan XXIII manifiesta una concepción del derecho natural que tiene su fundamento en lo que es adecuado a la propia naturaleza humana. Aunque el Papa no menciona la expresión derecho natural, lo utiliza con el sentido definido por Pío XII en Il programa: como la afirmación de que el juicio sereno de la razón puede reconocer en la naturaleza el fundamento del orden, pero con la limitación o el condicionamiento de que ese juicio sólo descubre las grandes líneas directrices que contienen los elementos esenciales del orden sujetos a una adaptación en el decurso histórico.
5. La encíclica contiene una amplia declaración de derechos que dimanan inmediatamente de la propia naturaleza del hombre; estos derechos y deberes son universales e inviolables, y no pueden renunciarse por ningún concepto.
6. Luego encontramos la doctrina del poder, basado en la natural necesidad de un principio directivo del orden social; la autoridad, como la misma sociedad, surge y deriva de la naturaleza y, por consiguiente, del mismo Dios, que es su autor. Queda a salvo la dignidad personal de los ciudadanos, ya que su obediencia no es sujeción de hombre a hombre, sino una relación armoniosa entre autoridad y libertad, ya que esa doctrina no se opone a la plena responsabilidad con que los hombres pueden elegir a las personas investidas de la función directiva, así como decidir sobre las formas de gobierno o los métodos según los cuales la autoridad se ha de ejercer.
7. El concepto de bien común en Juan XXIII supone una reelaboración de una fórmula de Pío XII; en ambos se destaca el desarrollo integral de la persona, facilitado por las condiciones sociales que lo favorecen. Pero esta encíclica agrega tres precisiones:
a) que el bien común debe cifrarse en el bien del hombre;
b) que es un bien del que deben participar todos los miembros de una comunidad política; de esa manera descarta las interpretaciones que lo limitan al bien de la mayoría o del mayor número posible;
c) finalmente, que es bien del hombre en su plenitud, atendiendo tanto a las necesidades del cuerpo como a las del espíritu.
8. Se reitera la índole moral de la autoridad, que es la facultad de mandar según la recta razón, y no una fuerza exenta de control. En cuanto a la constitución jurídico-política de la sociedad, confirma la doctrina tradicional de que no puede determinarse a priori la mejor forma de gobierno, sino que la misma debe surgir de las circunstancias históricas. Sin embargo, agrega algo novedoso al desarrollar un concepto introducido en la Rerum Novarum, sosteniendo como positiva una organización de la convivencia que responda a la triple función de la autoridad pública, lo que implica que el poder debe estar limitado por un régimen jurídico que represente una mayor garantía al ciudadano en el ejercicio de sus derechos y en el cumplimiento de sus deberes. Debe existir entre política y derecho una relación armoniosa que impida, por una parte, la degeneración de la política en fuerza bruta, y por otra parte, el anquilosamiento del derecho, desconectado de la realidad.
9. La participación de los ciudadanos en la vida pública está enunciada como una exigencia de la dignidad personal de los seres humanos. En cuanto a que habría un cambio en la doctrina social en lo referente a la democracia, podemos afirmar que esto no es correcto. Se conserva el criterio que implica reconocer la democracia como régimen político, o forma de estado, opuesta al totalitarismo, pero como se afirma en el párrafo 52, la doctrina pontificia de la autoridad puede conciliarse con cualquier clase de régimen auténticamente democrático. En el párrafo 78, declara el Papa que no puede aceptarse la doctrina de quienes afirman que la voluntad popular es la fuente de donde surge el poder de los gobernantes, tesis ya rechazada por León XIII, en la Inmortale Dei y en la Diuturnum illud, así como por San Pío X, en Notre Charge apostolique.
No podemos ignorar, la duda que puede suscitar el Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, que en el artículo 395 sostiene: “El sujeto de la autoridad política es el pueblo, considerado en su totalidad, como titular de la soberanía”. Consideramos que esta frase contradice explícitamente la doctrina auténtica y no está avalada por ningún texto pontificio, por lo que constituye un error grave, introducido en lo que es, simplemente, una compilación de textos y no un documento del magisterio.
Quedaría esclarecer que se entiende por régimen auténticamente democrático; Juan XXIII cita a Pío XII, que en el radiomensaje Benignitas et humanitas, sostiene que la sana democracia exige el cumplimiento de condiciones de participación ciudadana. Estos requisitos fueron actualizados por Juan Pablo II, en la Centesimus annus: garantizar a los gobernados la posibilidad de elegir y controlar a sus propios gobernantes, y sustituirlos oportunamente de manera pacífica; agrega que una auténtica democracia exige una recta concepción de la persona humana, puesto que, si carece de valores, se convierte en un totalitarismo (p. 46).
10. Las partes tercera y cuarta de la Pacem in Terris, esbozan las líneas del orden internacional, basados en valores del orden moral universal: verdad, justicia, solidaridad, libertad, que constituyen el bien común de la familia humana y se supraordinan a los intereses particulares de cada pueblo. Ya Pío XII había proclamado la existencia de una solidaridad entre los hombres fundada en su unidad de origen, considerando positivos los esfuerzos para constituir una estructura jurídica mundial. Este documento sostiene la necesidad de que exista una autoridad pública con poder en el mundo entero, al servicio del bien común universal, que debe atender especialmente los derechos y deberes que derivan de la dignidad humana. Destaca el Papa que dicha autoridad ha de surgir con el consentimiento de todos los Estados y no imponerse por la fuerza. Para desempeñar con eficacia su función, deberá ser imparcial y cuidar el bien común de todos los pueblos; asimismo, regirá para ella el principio de subsidiariedad, no debiendo invadir la esfera de acción de la autoridad pública de cada Estado.
11. Sobre la Organización de las Naciones Unidas, Juan XXIII manifiesta el deseo de que pueda perfeccionar su estructura y procedimientos para cumplir sus objetivos. Con referencia a la declaración universal de los derechos del hombre, que proclamó ese organismo en 1948, considera el Papa que es un paso positivo al reconocerse en forma solemne a todos los hombres la dignidad de persona humana, aunque haya aspectos cuestionables, en especial, haber prescindido de Dios en la fundamentación de estos derechos. Por eso mismo, en la encíclica aporta su propia declaración de derechos, que permite señalar el contraste entre aquella expresión imperfecta y el ideal cristiano.
12. En la convivencia internacional, las relaciones interestatales presuponen que las comunidades políticas son iguales entre sí por dignidad de naturaleza. Son iguales los Estados porque su causa eficiente y su causa final es la misma. La igualdad en la esencia es fuente de donde fluyen iguales derechos naturales, inherentes a la personalidad de las comunidades políticas. No obstante, con sano realismo, Juan XXIII plantea la desigualdad existencial de los países y la diferencia entre los mismos, de donde extrae las consecuencias morales adecuadas al régimen de su convivencia. La igualdad esencial, tiene, entonces, el contrapeso de la desigualdad existencial, que es asimismo fuente de derechos y deberes. Asimismo, anteponer la igualdad en dignidad respecto de la libertad, de la justicia y la solidaridad, tiene un profundo significado en el enfoque pontificio. Articular la libertad como punto de partida, a la manera de Locke, dejando la igualdad en segundo término, implica consagrar una jerarquización práctica de las comunidades políticas en función de sus respectivas posibilidades materiales, dentro de la comunidad universal. La encíclica, en cambio, hace de la igualdad de las naciones en su excelencia y dignidad el punto de partida para la estructuración de su convivencia.
No desconoce el documento la desigualdad real de los Estados en cuanto a territorio, población riqueza, cultura, etc. Pero sostiene que los Estados son iguales en dignidad de naturaleza, con independencia de las desigualdades materiales o existenciales. La igualdad de dignidad de los Estados -consecuencia de la igualdad de fines- se concreta en el reconocimiento a los mismos de iguales derechos, algunos de índole material -derecho a la existencia, a la integridad, al desarrollo de estructuras socioeconómicas, a la seguridad, etc.-, y otros de índole espiritual -derecho al respeto, a la propia fama, a la cultura, a la afirmación de la personalidad, etc.
Con rigor lógico, el Papa enuncia los derechos; como la verdad descubre la esencia de las cosas, cuando la justicia pide dar a cada uno lo suyo, se ha supuesto una operación previa: la determinación de qué sea lo suyo de cada uno. Por eso, el programa de la convivencia internacional, en el pensamiento pontificio, es dictado por la verdad y la justicia opera como un motor en cuya virtud las exigencias de la verdad deben ser cumplidas. Las ventajas de que goce un Estado en cuanto a poderío militar y a desarrollo económico, nunca pueden justificar el dominio de otros más débiles, antes bien lo obliga a prestar una mayor ayuda al progreso común de todos los pueblos. El derecho de veto en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, que tienen reconocido cinco Estados, es un ejemplo de reconocimiento formal de su poder hegemónico. Las circunstancias históricas pueden explicar esa facultad, pero no justificar que se utilice como privilegio. A la potestad hegemónica de las comunidades políticas superiores corresponde el bien común internacional; éste incluye el derecho de las comunidades políticas más débiles a la ayuda de las más poderosas para conseguir su perfección.
13. Partiendo de la afirmación de la unidad del género humano, destaca la encíclica una triple función de la raza en las comunidades políticas. Actúa como elemento aglutinante de las comunidades en la fase constitutiva. También cumple una función como elemento distintivo de las minorías étnicas que conviven en el seno de un Estado. Pero, principalmente, se destaca el rol negativo de la raza en las relaciones entre Estados, condenando toda discriminación racial en las relaciones internacionales, posición ya expuesta por Pío XI en la encíclica Mit brennender Sorge. La verdad de que las razas son iguales en razón de su dignidad implica la aceptación de la diferencia o diversidad de las razas. por ello, el Papa exige el respeto hacia los grupos étnicos que integran una comunidad política en la que constituyen una minoría. Asimismo, condena cualquier sobreestimación de la propia raza que conlleve actitudes permanentes de conflicto perjudiciales para la convivencia. De lo contrario serían estos grupos minoritarios los que apliquen el racismo, al desorbitar el interés propio hasta el punto de anteponerlo a los valores comunes de todos los hombres.
14. Uno de los derechos del hombre citados en la Pacem in Terris es el de emigrar a otros países, pues el hecho de pertenecer a una determinada comunidad política no impide ser miembro de la familia humana, común a todos los hombres. Correlativamente, las autoridades públicas de un Estado deben admitir a los extranjeros que llegan, y, en la medida que lo permita el bien de su comunidad, aceptarlos como ciudadanos. Indudablemente, que en los cuarenta y cuatro años transcurridos desde la publicación de esta encíclica, se han incrementado los problemas derivados de la emigración, así como de los exilados políticos. A este tema también se refiere el documento, destacando el infortunio de quienes se ven expulsados de su patria, y no pierden por eso los derechos correspondientes a su dignidad humana. La Santa Sede ha profundizado en documentos posteriores el análisis de la necesaria regulación de los flujos migratorios, según criterios de equidad y equilibrio.
15. Advierte el Papa el grave problema de la carrera de armamentos, que incluye las armas atómicas, que ponen en peligro toda clase de vida en caso de ser utilizadas en una guerra. Sostiene que las eventuales diferencias que surjan entre los pueblos deben resolverse no con las armas, sino por medio de negociaciones y convenios. Pero agrega una afirmación taxativa que ha merecido dudas, al manifestar que: resulta un absurdo sostener que la guerra es un medio apto para resarcir el derecho violado. Este criterio, en efecto, no basta para resolver aquellos casos extremos en que la vía del diálogo resulta insuficiente e ineficiente. Por eso, debe mencionarse que, dos años después de publicada esta encíclica, la Constitución Gaudium et Spes, confirmó la doctrina tradicional de la guerra justa, la que a su vez fue ratificada en 1992, al aprobar Juan Pablo II el Catecismo de la Iglesia Católica. La Constitución reconoce los esfuerzos de los gobernantes que procuran eliminar la guerra, pero señala con precisión en el párrafo 79: “Mientras exista el riesgo de guerra y falte una autoridad internacional competente y provista de medios eficaces, una vez agotados todos los recursos pacíficos de la diplomacia, no se podrá negar el derecho de legítima defensa a los gobiernos.” El Catecismo, en el artículo 2309, agrega las condiciones clásicas exigidas para considerar justa una guerra. 1
16. Otra cuestión que merece resaltarse es la afirmación que hace Juan XXIII, realmente novedosa, respecto a que ningún Estado puede hoy alcanzar de manera completa su perfeccionamiento, pues su poder resulta insuficiente para asegurar el bien común. Esta reflexión pontificia requeriría un análisis más profundo, pero, en apretada síntesis, digamos que implica replantear si el Estado continua siendo una sociedad perfecta, tal como lo ha sostenido siempre la doctrina tradicional.
Sociedad perfecta es aquella que posee en sí todos los medios para alcanzar el bien común público.No puede negarse que el fenómeno contemporáneo de la globalización conlleva a que el poder estatal esté sometido a muchas restricciones y condicionamientos. No obstante, compartimos el criterio de que los Estados mantienen un margen de autonomía que les permite diseñar un modelo propio de desarrollo, y proporcionar a su población lo necesario[4]. La frase del Papa sólo pone de relieve la importancia de la actual interdependencia entre los países, así como la creciente intervención de actores particulares, empresas multinacionales y organismos supraestatales, que condicionan la acción de los Estados.La categoría de sociedad perfecta no se pierde porque un Estado no disponga en su propio territorio de todos los bienes que requiere. Lo único imprescindible es la capacidad de gestión del propio Estado, que lo habilite para cumplir su rol de gerente del bien común.
Pese a la mayor complejidad que implica el orden internacional actual para su funcionamiento, compartimos la conclusión de Bidart Campos: “el Estado sigue siendo sociedad perfecta no obstante los déficit soportados, porque la dosis o cuantía de poder político que conserva le atribuye la capacidad y el deber de procurar todos los medios a su alcance -dentro de él mismo o fuera de él- para el mayor bienestar posible de la sociedad”[5].
17. La última parte de la Pacem in Terris está dedicada a las normas para la actuación temporal del cristiano. Exhorta el pontífice a participar activamente en la vida pública, y procurar que las instituciones, lejos de crear obstáculos, ayuden a los hombres para su perfeccionamiento, lo que requiere que penetren en las mismas y actúen con eficacia desde dentro de ellas. De la redacción del documento queda claro que la misión de los cristianos no es la de construir un mundo aparte, sino la de colaborar con los demás hombres en el enriquecimiento del acervo de bienes comunes. En coincidencia con los pontífices anteriores, sostiene que las estructuras sociales no son indiferentes respecto del destino del hombre, sino que lo condicionan, perjudicando o favoreciendo su realización.En la actuación temporal, señala el Papa, deben estar dispuestos a colaborar con personas de otras creencias en la realización de obras buenas, o que puedan conducir al bien.
En esta actividad, deben ser consecuentes consigo mismos, y no aceptar compromisos que puedan afectar la integridad de la religión o de la moral. Para ello, es necesario distinguir entre el error y el hombre que lo profesa, así como distinguir entre las teorías filosóficas falsas, y las corrientes políticas y sociales. Pues una doctrina cuando ha sido definida, ya no cambia, en cambio los movimientos originados en una falsa teoría están sujetos a continuos cambios, y pueden tener elementos moralmente positivos.A continuación, la encíclica recuerda la enseñanza de Pío XII que recomendaba buscar el cambio de la realidad mediante la evolución y no por la revolución, ya que la violencia nunca ha hecho otra cosa que destruir.
Concluyamos, glosando a Juan Pablo II: “la visión de Juan XXIII contrasta con la de quienes ven en la política un ámbito desvinculado de la moral y sujeto al criterio exclusivo del interés. Precisamente porque las personas son creadas con la capacidad de tomar opciones morales, ninguna actividad humana está fuera de los valores éticos. La política es una actividad humana; por tanto, está sometida también al juicio moral”[6].
Bibliografía consultada
-Cuadron, Alfonso (Coord.). “Manual de Doctrina Social de la Iglesia”; Madrid, BAC
- Fundación Pablo VI, 2003.
-Instituto Social León XIII. “Comentarios a la Pacem in Terris”, Madrid, BAC, 1963.
-Bidart Campos, Germán. “Doctrina Social de la Iglesia y derecho constitucional”; Buenos Aires, EDIAR, 2003.
[1] Panel de homenaje a la memoria de Juan XXIII; I Congreso Nacional de Filosofía del Derecho y Filosofía Política y IV Jornadas Nacionales de Derecho Natural, San Luis, 16-6-2007.
[2] Pontificio Consejo Justicia y Paz. “Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia”; Buenos Aires, CEA, 2005, p. 75, 76, 85.
[3] Idem, p. 85.
[4] Bidart Campos, Germán. “Doctrina Social de la Iglesia y derecho constitucional”; Buenos Aires, EDIAR, 2003, págs. 92/93, 109/111.
[5] Bidart Campos, op. cit., pág. 92.
[6] Juan Pablo II. “Pacem in Terris, una tarea permanente”; 1-1-2003.
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