Argentina
Triple A y terrorismo de Estado
“En 1973, cuando Perón volvió al poder, confluían dos conflictos. El principal se hallaba en la puja corporativa: trabajadores y empresarios buscando inclinar en su favor la acción del Estado. Por otro lado, en el seno del peronismo, con la sucesión a la vista, competían sus dirigentes tradicionales, sindicalistas y políticos, y un grupo nuevo, Montoneros, dotado de un aparato militar y una densa organización de base. Se confiaba en que Perón pudiera reconstituir la fuerza del Estado, para controlar la lucha de intereses, y que absorbiera, a fuerza de carisma, el conflicto interior del peronismo.
En el primer caso, intentó con el Pacto Social y fracasó. En el segundo, decidió fortalecer a los por entonces más débiles, los dirigentes tradicionales, que construyeron su propia fuerza armada. Aquí comienza, en rigor, el terrorismo de Estado, pues ese aparato se montó en los sótanos del Ministerio de Bienestar Social, tuvo el apoyo de jefes policiales en actividad y recibió su bautismo el 20 de junio de 1973, en Ezeiza.
Es fácil comprender su dimensión terrorista, jalonada por unos cuantos cadáveres, equivalente al terrorismo de sus rivales y competidores. ¿Es justo llamarlo estatal? La cuestión puede parecer trivial, pero no lo es a los fines de la justicia. Hay países en los que la línea que separa el Estado de la sociedad es clara, pero no era el caso de la Argentina de entonces. A lo largo del siglo XX, el Estado había hecho mucho más que establecer normas para la competencia de intereses: había intervenido repartiendo beneficios, prebendas y privilegios.
Cada uno de los intereses buscó cómo asegurar su posición, colonizando la porción respectiva del Estado: los productores rurales, el ministerio de Agricultura; los médicos, el de Salud Pública; los sindicalistas, el de Trabajo, y así siguió hasta hoy. ¿Puede hoy saberse dónde termina la sociedad y empieza el Estado en el caso del PAMI, donde es difícil distinguir a gerentes de gerenciadores?
Por otra parte, la barbarización de la convivencia que progresivamente caracterizó la cultura política argentina de la segunda mitad del siglo XX volvió normales métodos al principio excepcionales para dirimir los conflictos. Quien podía, no vacilaba en utilizar la herramienta estatal, ya fuera para actuar o para asegurarse el encubrimiento y la impunidad. Es una historia bien conocida en el campo del sindicalismo, pero no ajena al mundo empresario, donde imperios construidos con el favor estatal cambiaron de mano luego de que se esgrimieron razones ante las cuales nadie podía resistirse
Lo singular de estos años fue la manera inadvertida como esto se convirtió en natural. En su momento, Perón sostuvo que los conflictos políticos se resolvían con la Policía; detrás del sentido republicano inicial de esta frase emerge otro, siniestro, que remite a López Rega, Villar y Almirón. ¿Sus adversarios en la puja interna tenían más preocupaciones por mantener separados los campos de lo estatal y lo societal? No lo parece, a juzgar por el entusiasmo con que se lanzaron a capturar fragmentos de ese Estado en la coyuntura de 1973, y también por la relación que establecieron entre la administración estatal y su aparato militar.
En suma, la distinción que hoy nos parece tan clara, entre un Estado neutro, que administra la ley, y una sociedad que procesa sus conflictos en el marco fijado por el Estado no tenía mayor sentido para sus protagonistas de entonces. Tampoco tenía sentido por entonces otra distinción, que hoy nos parece clara, entre los medios y los fines: para unos y para otros, y para el resto, que contemplaba y hacía coro, la vida humana estaba lejos de ser un valor absoluto. En ese sentido, la imagen de esos años, entre 1973 y 1976, que la justicia nos invita a examinar, es posiblemente tan siniestra como la de los siguientes.
Creo que entramos en un territorio conflictivo de la memoria, en el que la unanimidad de la construcción democrática -si algo queda de ella- puede conmoverse.”
(Luis Alberto Romero, La Nación, 14-1-07)
[DP 112]
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