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Opinión de un político

POLÍTICA Y VALORES CRISTIANOS  EN LA ESPAÑA DE HOY.

UNA IDEA DE ESPAÑA.  

Jorge Fernández Díaz: Diputado por Barcelona

Secretario General del Grupo Parlamentario Popular en el Congreso  

SOLEMNE ACTO DE APERTURA DEL CURSO ACADÉMICO 2006-2007

Universidad Católica San Antonio. Murcia, 14 de noviembre de 2006. 

 La sociedad española de hoy, es una sociedad plural, culturalmente cristiana pero profundamente secularizada. No obstante, desde un punto de vista sociológico, conviene recordar que un ochenta por ciento de los ciudadanos españoles mayores de dieciocho años se definen a sí mismos como católicos. Es evidente que esa autodefinición no implica, necesariamente, ni una practica religiosa ni una vida ordinaria coherente con la fe que se afirma. Sin embargo, este dato no debe hacernos infravalorar la potencia cultural, ética y moral que expresa un porcentaje de esas características. En un ambiente cultural como el actual esa realidad social sólo puede entenderse como una confirmación más de la presencia entre nosotros de un auténtico patrimonio de civilización herencia de nuestras raíces cristianas.   

3.1.- El laicismo.

El peligro para la libertad y para la democracia -"cuya fuerza depende de los valores que promueve"- es el laicismo, es decir, querer encerrar las convicciones religiosas en el ámbito de lo privado negándoles cualquier relevancia publica. Hay países en donde el laicismo se ha desarrollado hace mucho tiempo, pero es en España donde de manera especial vemos en estos tiempos que se quiere imponer de forma tan descarada como implacable. Es muy importante a estos efectos, que tomemos conciencia de que "apoyando nuestro patrimonio cristiano es como podemos derrotar esta cultura laicista". La España de hoy está organizada jurídicamente como un Estado aconfesional. Por tanto, los poderes públicos tienen el deber de respetar las creencias religiosas de los ciudadanos y cooperar con la Iglesia católica y con las demás confesiones en la medida en que se correspondan con las creencias religiosas de los españoles.

Pretender, por tanto, convertir el Estado en laico, aún reconociendo las diversas acepciones que la palabra admite, no puede significar en la practica sino la pretensión de una mutación constitucional sin mandato alguno para ello.  No pretendo aquí teorizar sobre las relaciones Iglesia-Estado ni reflexionar acerca del cumplimiento o no de acuerdos suscritos entre el Estado español y la Santa Sede y que regulan en diferentes ámbitos materiales las relaciones entre ambas realidades. Sólo quiero dejar sentado que hoy se pretende políticamente desnaturalizar o vaciar de contenido la definición constitucional de aconfesionalidad del Estado. Esta aconfesionalidad expresa neutralidad, que no indiferencia, de los poderes públicos ante el hecho religioso como garantía expresa de la libertad religiosa y de la libre expresión de esas creencias en el ámbito público, reconociéndolas como un bien jurídico a proteger.

No hago referencia a esta cuestión desde un planteamiento teórico, hipotético o académico. Todo lo contrario. Lo planteo desde una perspectiva actual y política para poner de relieve que uno de los graves riesgos ante los que se encuentra la sociedad española, en mi opinión, en estos momentos es, precisamente, el de intentar imponer una nueva religión oficial y obligatoria, el laicismo que niega el derecho a la libertad religiosa, ofende a los valores y creencias de una buena parte de la sociedad española y es contraria a nuestra identidad cultural e histórica. Por decirlo de otra manera: se puede gobernar "etsi Deus non daretur" ", es decir, "como si Dios no existiera". Por supuesto, las consecuencias de esto las hemos visto puestas de manifiesto dramáticamente el pasado siglo XX.

Pero en cualquier caso, lo que no se puede hacer conforme a las reglas propias de la democracia es gobernar "como si los católicos no existieran".   He hablado de Estado laico que sólo puede entenderse como un Estado distinto del definido en nuestra Constitución y por tanto con la acepción especifica de laicista. Pero el riesgo va más allá del Estado y se extiende, ahora, a la propia sociedad. Cada día es más frecuente escuchar, desde elevadas instancias del poder, la voluntad política de transformar la sociedad española en una sociedad laica. Cualquier atento observador de la realidad española puede percibir como esa voluntad se va materializando de forma difusa pero constante. Baste una frase como paradigma de esta afirmación: "respetamos a la Iglesia pero la fe no se legisla"   

3.2.- "La fe no se legisla".

Esta frase: "la fe no se legisla", es el paradigma del laicismo, y muy particularmente del laicismo que se nos quiere imponer aquí y ahora en España. Por ello es de vital importancia salir al paso de esa expresión con opiniones claras y argumentos sólidos a fin de desenmascarar tanto la intolerancia que encierra como la inconsistencia argumental que la sostiene.  Es evidente que "la autonomía respectiva de la esfera civil y política respecto de la religiosa y eclesiástica es un valor que pertenece al patrimonio de civilización alcanzada".  Por ello, "los peligros derivados de la confusión entre ambas esferas deben evitarse por cuanto las situaciones en las que una norma específicamente religiosa tiende a convertirse en una ley del Estado puede llegar a limitar o negar otros derechos humanos inalienables o sofocar la libertad religiosa". Es evidente, por ejemplo, que la obligación religiosa de los católicos de asistir a misa los domingos no puede nunca ser regulada desde el ordenamiento jurídico positivo del Estado. Pero estoy seguro de que el autor de aquella frase -la fe no se legisla- no nos estaba queriendo decir esa obviedad. Más bien me parece que nos debemos situar en el plano de las convicciones, donde existe una doble patología: la del fundamentalismo y la del relativismo.   

3.3.- El relativismo cultural y moral.

Los fundamentalistas afirman una verdad que no necesita el consentimiento de la libertad de los otros para ser asumida mientras que, por su parte, los relativistas afirman una libertad que no tiene el deber de reconocer la verdad. Lo cierto es que "verdad y libertad o bien van juntas o juntas perecen miserablemente".  Debemos recordar, a este respecto, que el buenismo marcha de la mano del relativismo. No es nueva la afirmación de que "admitir que nada es verdad ni mentira, sobre todo a la hora de hacer uso del poder, sería una exigencia obligada para frenar toda tentación autoritaria".Pues bien, el fundamentalismo laicista -que se esconde tras la expresión "la fe no se legisla"- confunde voluntariamente laicidad con laicismo y pretende que aceptemos sus verdades -como todo fundamentalismo-, de forma acrítica.

Por otra parte, la conversión de España en un Estado laico y en una sociedad laica, consecuencia evidente del laicismo, nos llevaría, necesariamente, a "una concepción de la democracia fundada sobre el relativismo, reduciéndose meramente a un procedimiento de toma de decisiones por mayoría". Las consecuencia a la que nos puede llevar una democracia relativista -llevada a sus últimos extremos-, las vimos en los años 30 del pasado siglo, donde un parlamento legalmente elegido permitió el acceso de Hitler al poder en Alemania. El mismo Reichstag, al darle plenos poderes, le abrió el paso al proyecto de invadir Europa, a la organización de los campos de concentración y a la puesta en marcha de la llamada "solución final" de la cuestión judía. Basta recordar estos hechos, del siglo pasado, para darse cuenta con claridad de cómo "la ley establecida por el hombre tiene sus propios límites que no puede violar". Pero, dada su importancia, quiero volver otra vez al argumento de que "la fe no se legisla", con dos reflexiones más a este respecto Y ello por cuanto, al hacer esa afirmación, lo que se pretende es "tanto imponer las propias convicciones desde una pretendida neutralidad religiosa laica" cuanto evitar que puedan ser recogidas por ley convicciones "que emanan del conocimiento natural sobre el hombre que vive en sociedad, aunque tales verdades sean enseñadas al mismo tiempo por una religión específica, pues la verdad es una".  

 3.4.- La laicidad del compromiso político.  

 Porque debe quedar bien claro que los ciudadanos católicos, -al igual que todos los demás ciudadanos-, tienen el derecho y el deber de "buscar sinceramente la verdad y promover y defender, con medios lícitos, las verdades morales sobre la vida social, la justicia, la libertad, el respeto a la vida y todos los demás derechos de la persona". Como ya hemos visto, el hecho de que algunas de estas verdades también sean enseñadas por la Iglesia obviamente no puede disminuir ni "la legitimidad civil ni la “laicidad” del compromiso de quienes se identifican con ellas", todo ello, con independencia del papel que la búsqueda racional y la confirmación procedente de la fe hayan desarrollado en la adquisición de tales convicciones. 

Y la segunda reflexión tiene que ver con la afirmación de que la ley positiva no puede contradecir a la ley natural. La ley es -según la conocida definición- una "ordenación de la razón al bien común promulgada por quien tiene a su cargo la comunidad".  Este es el caso de las leyes "que contradigan fundamentales valores y principios antropológicos y éticos enraizados en la naturaleza del ser humano, en particular en referencia a la tutela dela vida humana en todas sus fases, desde la concepción hasta la muerte natural". Análogamente, debe ser salvaguardada la tutela y "la promoción de la familia, fundada en el matrimonio evitando introducir en el orden público otras formas de unión que contribuirían a desestabilizarla, oscureciendo su carácter peculiar y su insustituible rol social".

Así también, la libertad de los padres en la educación de sus hijos es un derecho inalienable, reconocido además en las Declaraciones internacionales de los derechos humanos. Del mismo modo, se debe pensar en la tutela social de los menores y en la liberación de las víctimas de las modernas formas de esclavitud (piénsese, por ejemplo, en la droga y la explotación de la prostitución). Estos principios "no son verdades de fe aunque queden iluminados y confirmados por ella". Están inscritos en la naturaleza humana y por lo tanto son comunes a toda la humanidad. Defender estos principios, por tanto, no es "legislar la fe" sino que es defender a la persona, y, al actuar así en política, no se hace de manera confesional sino en defensa de la dignidad de la persona humana. Para ello, convendría tener siempre presente que "solamente de la capacidad ética de la persona y de su conversión interior, se obtendrán los cambios sociales que estarán necesariamente al servicio del hombre".  

3.5.- El debate sobre los valores, hoy Cuestión derivada de lo anterior es cómo se pueden presentar y defender estos principios, convicciones y valores en el debate público en la sociedad actual. Soy consciente de que el Derecho Natural ha dejado de ser aceptado en el dialogo político en una sociedad laica y pluralista como la actual. Poe ello, teniendo presente que "la política es el ámbito de la razón y que el fin último de toda política es de naturaleza moral", debemos ser capaces de ejercer y defender estos principios con argumentos racionales y razonables propios del debate público. Se trata de inventar modos nuevos para decir lo de siempre: "a vino nuevo, odres nuevos". Para este debate, es preciso tener presente que el laicismo persigue la eliminación de toda presencia de lo religioso en la vida pública.

Este objetivo es político y, por tanto y conforme a las reglas de la democracia, los liacistas que lo promueven tienen el deber de demostrar que con ello se mejora la calidad de la democracia y de la convivencia ciudadana. Por supuesto, jamás han demostrado tal cosa. Por el contrario, lejos de justificar políticamente sus propuestas, los laicistas suelen utilizar la estrategia de presentarlas como medidas derivadas necesariamente de la naturaleza de lo político, bien sea de la aconfesionalidad, de la constitucionalidad, de la democracia, de la tolerancia o del pluralismo. Así ocultan, la necesidad de justificación que pesa sobre sus iniciativas, y hacen que toda oposición a éstas aparezca como una actitud, que no puede estar basada más que en convicciones morales o religiosas que no pueden imponerse a los demás porque pertenecen al ámbito de la privacidad individual. Por resumir, hoy en España, el discurso laicista se fundamenta en una especie de silogismo en el que a la premisa mayor le corresponde la afirmación de que sus propuestas se derivan necesariamente de la Constitución, de la democracia y del pluralismo.

A la premisa menor le correspondería la afirmación de que sus iniciativas -sobre la vida, el matrimonio, la familia, la educación, etc.- aparecen vinculadas necesariamente a la tolerancia y al consenso social. De esta forma, la conclusión inevitable resulta ser que toda oposición hacia esas propuestas está fundamentada en convicciones intolerantes por ser incompatibles con el pluralismo social y la aconfesionalidad del Estado. Puesto que como ya dijimos, a la política le corresponde el ámbito de la razón, conviene afrontar una de las ideas que con más eficacia circulan implícitas y explícitas a este discurso. La de una supuesta tolerancia con base en la cual nadie puede imponer sus convicciones a los demás. Es demoledor el argumento que con frecuencia se oye decir: "Si a usted le parece mal, no lo haga, pero deje que los demás lo hagan si les parece bien" y su correlativo "¿Quién soy yo para decir a los demás cómo han de organizar sus vidas?".

Puedo asegurarles, desde mi experiencia personal, que en los debates parlamentarios correspondientes a las iniciativas legislativas, por ejemplo, sobre el matrimonio, es recurrente esta idea. "A nadie se le obliga a divorciarse, entonces ¿por qué os oponéis a que lo haga quien lo desea? Podemos cambiar divorcio por aborto pero es curioso observar como el argumento ya no sirve para limitar o prohibir, por ejemplo, el tráfico de armas o de drogas o simplemente circular a más de 120 km por hora. Lo falaz de esa argumentación pone de manifiesto la jerarquía de valores y de bienes jurídicos a proteger, pero eso no quita eficacia a la argumentación. Es, en definitiva, una aplicación práctica de la llamada "estrategia del buenismo", palabra no reconocida por la Real Academia, con la cual se quiere hacer referencia al sentimentalismo expansivo y vano que ha sustituido el acto político concreto, reflexivo y meditado, por un acabado catálogo de buenas intenciones y propuestas vacías con el que algunos políticos populistas e intelectuales progresistas despachan de un plumazo cualquier grave asunto. Ejemplos de este buenismo lo encontramos en la singular noción de "Alianza de Civilizaciones", en el mito del buen salvaje como sujeto del sistema educativo, en la extrapolación multiculturalista de la idea de tolerancia, en la visión de la economía como solidaridad, en el intervencionismo denominado humanitario o en el diálogo como panacea política a cualquier problema.  

3.6.- Una sociedad igual para todos.

La sociedad que resulte de convertir en equivalentes el rechazo y la aceptación del divorcio, del aborto, del "matrimonio homosexual" o de la eutanasia, será la misma y única sociedad en la que vivan quienes rechazan y quienes aprueban esas prácticas. Pero una cosa es que la sociedad sea la misma para todos, y otra cosa muy distinta es que la sociedad sea igualmente de unos y de otros. Porque mientras que los que aprueban esas prácticas ven satisfechas, en esa sociedad, todas sus expectativas, los que las rechazan comprueban que esa sociedad no les reserva otra cosa que la posibilidad de no practicar las ideas de sus contrarios si no quieren. Conocemos la distinción kantiana entre Derecho y moral, en base a la cual no todo lo moralmente deseable puede ser jurídicamente exigible. Pero ello no obsta para que no tomemos conciencia de que para una gran parte de la sociedad, todo lo legalmente aceptado o simplemente no prohibido, resulta, cuando menos, moralmente lícito.

Por esta razón, legalizar una conducta supone, en el fondo, hacer un juicio de valor a favor de la posible difusión de esa conducta. Es considerar como algo socialmente positivo -o cuando menos, no negativo-, la presencia de esa conducta entre nosotros. Toda legalización es una invitación a practicar lo legalizado. No tiene sentido, por tanto, pedir a los ciudadanos que ante la propuesta de una medida legal, actúen dejando al margen sus valores y haciendo abstracción del tipo de sociedad que consideran deseable.

No quiero acabar mi intervención si referirme, si quiera sea brevemente -por su importancia intrínseca y por razones de actualidad-, a dos valores -la libertad y la paz- que son considerados como fundamentales en una sociedad pluralista y democrática. En la política común, la libertad aparece como un valor supremo, irrenunciable y fuera de toda discusión. Por ello conviene recordar que "la libertad es autentica en la medida que realiza el verdadero bien. Sólo entonces ella misma es un bien". Por ello, y por su actualidad, es preciso recordar que el derecho a la libertad de conciencia se basa en la dignidad ontológica de la persona humana por lo que debe ser especialmente reconocida y protegida por los poderes públicos. Pero para que sepamos que la libertad realiza el verdadero bien hemos de tener la capacidad de poder discernirlo. "¡Ay de los que al mal llaman bien, y al bien llaman mal; que de la luz hacen tinieblas, y de las tinieblas luz!". Hago esta referencia, para poner de manifiesto que es necesario dar a cada cosa su propio nombre y hablar con claridad y precisión, de lo contrario y mediante la deformación del lenguaje, contemplamos el valor de la paz con una visión irenista e ideológica, olvidando que la paz es siempre "obra de la justicia y efecto de la caridad" y exige el rechazo radical y absoluto de la violencia y el terrorismo… 

3.7.- Santo Tomás Moro, un modelo a imitar.

Y termino.  Son numerosas y exigentes las tareas que nos corresponden a los políticos en la España de hoy. Entiendo que la primera de esas tareas es el necesario ejercicio de un sano patriotismo, que no debe confundirse, en ningún caso, con el nacionalismo para la defensa de la propia identidad histórica de España, y que al tiempo, exige trabajar para construir un futuro más justo y más solidario. Esta tarea, concebida como servicio a los demás, puede llegar a ser una "eminente forma de caridad".  Por ello, Juan Pablo II, en el contexto del Gran Jubileo del año 2000, quiso ofrecer a los políticos y a los gobernantes, la protección de un Patrono especial: el santo mártir Tomas Moro:  "Su figura es verdaderamente ejemplar para quienquiera que esté llamado a servir al hombre y a la sociedad en el ámbito civil y político.

Su elocuente testimonio es más que nunca actual en un momento histórico que presenta retos cruciales para la conciencia de quien tiene la responsabilidad directa en la gestión pública. Como estadista, él se puso siempre al servicio de la persona, esencialmente del débil y del pobre; los honores y las riquezas no hicieron mella en él, guiado como estaba por un distinguido sentido de la equidad. Sobre todo, él no aceptó nunca ir contra la propia conciencia, llegando hasta el sacrificio supremo con tal de no desoír su voz". A la intercesión de Santo Tomás Moro nos acogemos para que nos obtenga, como señaló Juan Pablo II, "fortaleza, buen humor, paciencia y perseverancia". Para poder ser "imitadores suyos, testigo valiente de Cristo e integro servidor del Estado".  

[DP 113] 

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